Hoy me he levantado de mal humor, pero ha bastado con preparar el café y servirlo sobre una taza de Mr. Wonderful para que se me haya pasado el enfado. ¿Con qué mensaje grabado en el cristal de la taza me he quedado?: ¿“Hoy va a ser tu día”? No, no, era el de “Pibón, me has robado el corazón”, o espera, creo que he escogido el de “No hay nada imposible”. Sí, definitivamente era ese, porque me ha ayudado bastante.
Al entrar en el metro, he podido comprobar con jolgorio la ausencia de libros en las manos de los pasajeros. Cabeza agachada y mirada fija en la pantalla del móvil, como debe ser. Alguien me recomendó una vez un libro de poesías de un tal Rafael Alberti para leer en el metro; le busqué en Twitter y Facebook pero no tenía perfil. Tan famoso no sería.
Después de un horario intenso en la universidad, donde por fin he conseguido que me sigan en Instagram todos mis compañeros de clase, me he percatado de que Celia no le ha dado “me gusta” a mi última foto. Será imbécil. Le he dejado por WhatsApp con un texto de ochocientas palabras; creo que le ha quedado claro.
Además, he decidido crearme un perfil en Tinder para aprovechar que me he quedado soltero. Al instante han respondido cuatro chicas deseando conocerme. Quedaré cada día con una diferente, no me interesaré por sus gustos ni por su vida y estaré con ellas toda la noche. . Al día siguiente lo publicaré todo en Twitter. Tendré tanto éxito que mi popularidad se disparará en las redes.
¡Ay! Casi se me olvidaba. Javi me ha avisado para tomar algo en el bar este fin de semana. Solemos sentarnos el uno frente al otro, en silencio, mientras cada uno observa atentamente la pantalla de su móvil. ¿Cómo voy a decir que no a ese planazo?
Jamás entenderé a la gente que lee libros, que queda para hablar con sus amigos sin el móvil de por medio, que no busca el amor en una aplicación y, muchísimo menos, a la que no publica las cosas que hace en todas sus redes sociales. Seguro que tienen un grave problema.
A veces me pregunto qué hemos hecho mal.