“¿Y tú quién eres, chiquilla?”. Preguntó mi tío a mi madre aquella noche del mes de enero mientras yo, desde Madrid, hablaba con ella por teléfono. Las voces se oían con claridad desde el altavoz.
«Soy tu sobrina, tito». Respondió mi madre.
A lo que mi tío replicó: «¿Qué haces en pijama? Venga, coge la brocha y el rodillo que hay que ir a pintar la sacristía».
Como si de una especie de ritual se tratase, a casi todas las personas que he conocido les he hecho en algún momento la misma pregunta: ¿Recuerdas algo de tu infancia, antes de los seis o siete años? Muchos me han respondido que no, otros que tienen recuerdos muy vagos y otros, incluso, que no se acuerdan de nada hasta que entraron en la ESO.
A modo de confesión, he de decir que mis recuerdos más fuertes son las caras de mis padres, mis familiares más cercanos, la Turquía de Nihat y Hakan Sukur en el Mundial de Corea y Japón 2002 y mi tío Benito.
Organizador de excursiones, pintor, fumador, catador profesional de litronas, testarudo y perfeccionista a más no poder. “Mira Juanse, mira cómo corto el papel de aluminio. ¡Ni una arruga! Igualito que tu abuela, que no tiene ni idea”. En ocasiones, se jactaba de realizar la mejor tortilla de queso de toda España. Hasta que la hizo por primera vez, yo no sabía ni que existía y, como vio que me gustó tanto, la hacía para mí solo al menos una vez a la semana.
A mi tío le tenía un cariño especial. Solía llevarme por la calle Real, por los patios y por las iglesias del pueblo para ver imágenes de los santos cuando yo tenía dos o tres años. Me encantaba pasar esos ratos con él. Cuando iba con mi madre para visitarle al patio donde vivía, rememoro una casa oscura, llena de cervezas, con carteles de obras de teatro y de cantantes de copla adornando las paredes. No tenía chimenea, pero parecía que la tuviese porque, en cuanto nos adentrábamos en su morada, una inmensa nube de humo gris salía disparada por las rendijas de las ventanas, como si estuviera huyendo de nosotros.
Con el paso del tiempo, me fui haciendo mayor y cambié la Semana Santa y el carnaval por el fútbol, afición que no me ha abandonado hasta el día de hoy. La locura de los cromos de la Liga me abrumó y mi tío, como no controlaba el cambio de pesetas a euros, solía darle a mi madre un billete de 50 para que me comprase mis deseadas ‘estampitas’. “Toma chica, con el cambio le compras unos chicles al niño”.
Cambió sus hábitos (aunque nunca dejó el tabaco) tras mudarse a casa de mi abuela para ayudarle en la cocina y en las tareas del hogar. Al estar más cerca de casa podía verle más a menudo durante el curso, y en verano pasaba allí todas las mañanas. Mientras yo jugaba a la consola, él ponía coplas. Admito que al principio no las soportaba, pero a medida que pasaban las semanas he de reconocer que me las llegaba a aprender. Cuando me cansaba de jugar, me hacía un bocadillo y cuando nadie se daba cuenta, me metía dinero en el bolsillo. Todavía tengo en mi cabeza sonando “Torbellino de colores” de Lola Flores cada vez que le llamaban al móvil. Según él, era “la más grande”.
Cuando llegó el maldito engendro que le hizo perder progresivamente la cordura, todo fue diferente. Además, tuve que marcharme a estudiar y solo le veía en fechas señaladas. Lo que me sorprendía era que, aunque no pudiese reconocer ni a su hermana ni a sus sobrinas, conmigo no fallaba ni una sola vez. “¡Hombre, el madrileño!”, acostumbraba a decir en el momento que traspasaba la puerta de su cuarto. También evocaba sus estancias en Madrid y en Zúrich con anécdotas que, aunque ya conociese, no me importaba volver a escuchar.
Hoy hace un año que se fue y todavía me resulta extraño entrar en casa de mi abuela y que no esté ahí, pero creo que he demostrado, con lágrimas ahogadas en palabras, que el artista nunca muere.