Vivimos bajo la continua presión de la propaganda y sometidos al consumo. Como diría Bauman, formamos parte de esa sociedad o modernidad líquida, donde los valores sólidos han desaparecido. Los modos de vivir han cambiado, han tornado a una sociedad en la que el éxito y el reconocimiento social construyen nuestra identidad. Una identidad débil basada en comportamientos cambiantes, inconformismo ante nuevos reclamos y una realidad agotadora. Nos aterra la idea de lo inmóvil, lo permanente, que las cosas se queden fijas o que sean tan sólidas que no puedan alterar el futuro. Pero a su vez, estamos ante la etapa más inmovilista de la historia.
Estamos sumidos en una necesidad imperante de demostrar nuestro nivel económico, para ello recurriendo al consumo desenfrenado. Creemos que nuestro reconocimiento social o nuestro éxito viene condicionado por nuestras posibilidades económicas. Estamos convencidos de que comprar más, comprar lo último del mercado o lo más selecto, nos eleva de categoría. Nos hace superiores y únicos frente al resto y eso nos enorgullece. La publicidad nos vende productos diferentes y cambiantes todos los días, nos vende lujo, riqueza y ostentación. Marcas, modas, tendencias, que se renuevan continuamente. Compramos por comprar y nos sentimos satisfechos. Aunque la realidad es que ni somos tan ricos como nos creemos ni tan únicos como nos hace sentir la propaganda y la publicidad. Nos hace esclavos y nos manipula o nos dejamos manipular. Calmamos nuestras preocupaciones comprando o aspirando a comprar ciertos bienes. Vivimos de apariencias y sueños inalcanzables.
Somos felices adquiriendo nuevos productos porque necesitamos provocar constantes cambios, y no solo en lo material, sino también en las relaciones con la gente. Antes de la llamada modernidad, las relaciones sociales eran más fuertes y colectivas. Valores como el matrimonio, la amistad o la pertenencia a un grupo eran permanentes y sólidos. La gente vivía en comunidad y se dedicaba a atender las necesidades del grupo. Existían unas creencias firmes que explicaban el mundo, unos conceptos que ayudaban a articular las bases de una sociedad.
Sin embargo, nos ha deborado el individualismo. Los vínculos entre las elecciones individuales y las acciones colectivas se han roto. Han surgido nuevas demandas, nuevos grupos y organizaciones que han conformado el pluralismo. Un espacio plural en el que los individuos se han vuelto más exquisitos con sus necesidades y egoístas con los demás. El poder, el éxito y el dinero les ha corrompido. Las fronteras entre lo público y lo privado han desaparecido. El individuo actual está vacío. No valora las cosas y siente obligación de reemplazarlas. Así como las relaciones personales han dejado de interesarles y necesita buscar nuevas que le vayan a beneficiar. Todo se ha reducido a términos económicos, la rentabilidad.
Pero cuantas más oportunidades tenemos, más posibilidades de elección y más facilidades, menos libertad y apego. La aparente libertad de un mercado inmenso donde elegir, está marcado por las agencias de publicidad y propaganda que dictan las modas e indican al consumidor qué comprar, qué estrategia debe seguir y de qué manera debe comportarse. La propaganda nos manipula y la publicidad nos esclaviza.
La modernidad líquida deja individuos cortados por el mismo patrón, vacíos e infelices que aspiran a ser ricos y a ganar un infinito reconocimiento social. Y en realidad, nuestras vidas se definen por la precariedad y la incertidumbre, por la preocupación de estar actualizados y no quedarnos obsoletos ante los rápidos cambios que se producen a nuestro alrededor.
No somos conscientes del sistema consumista en el que vivimos y sus perversos mecanismos, pero lo más grave es que no nos damos cuenta de que somos nosotros lo que tenemos las llaves de muchas de las cadenas que nos atan.