Las hojas de los árboles bailaban a merced del viento, constante e impasible. Aquella tarde auguraba malos tiempos, de esos que te petrifican y te dejan sin ideas, sin ilusiones, sin alma.
La pérdida le sumió en el más profundo de los vacíos. No sentía compasión por los demás y se alejaba de todos con una facilidad pasmosa, tan sólo quería descansar, reflexionar, mirar a su alrededor y contemplar con todo detalle cómo su mundo se iba desmoronando poco a poco. Tiempo atrás la situación se hubiese solucionado fácilmente, pero la lucidez que atesoraba antaño se había esfumado sin dejar rastro. Quizás le faltaba el aire de su tierra.
Consumía su tiempo trago a trago, calada a calada, entre montones de libros sin alma que nadie tuvo la decencia de finalizar.
Se sentía invencible.
Convencido de que no se merecía lo que tenía, se arrepentía al día siguiente de su noche de insomnio, mentalizándose de que su suerte cambiaría y saldría del pozo. Lo curioso era que estaba empezando a disfrutar de su desgracia. No recordaba lo que era estar bien, en paz, quizás porque pocas veces llegó a estarlo.
Abría su botella de whisky y se deleitaba con el primer trago.
Su mal le ahogaba, era superior a cualquier desgracia, la frustración se apoderaba de él y la conciencia le carcomía por dentro. Se notaba observado, vigilado por una especie de ser sobrenatural que le juzgaba por sus vicios y sus virtudes. Intentaba buscarle razones a su inteligencia fracasada; lo tenía todo y, sin embargo, su mente comenzó a nublarse. «Hay cosas a las que es mejor no buscarles explicación», solía decirse a sí mismo.
La incomodidad se hacía insoportable y se limitaba a servirse otro trago con la soledad. Intentaba olvidar y no recordaba lo que era.
Hace años procuraba mantenerse al tanto de lo que pasaba en el mundo, visitaba museos, salía a pasear y leía, leía bastante. Era un individuo culturalmente inquieto, le entusiasmaba el hecho de ilustrarse y aprender cosas nuevas. Con el paso del tiempo perdió interés, fuerza y ganas; el abatimiento en su interior se hacía cada vez más notorio y su gargante pedía más elixir.
Alzó su botella. Nunca hay que negarse a la voluntad de las pasiones.
Recordaba miradas difuminándose entre la frondosa arboleda, recordaba al amigo que, encandilado por la locura, se fue para no volver, recordaba el rostro de su amada iluminado por la tenue luz de aquella solitaria farola, recordaba esa última noche. Mataría con tal de silenciar sus recuerdos.
Al fin y al cabo, él era consciente de quién era, no había cambiado en absoluto, simplemente había ciertos momentos en los que sus emociones eran piedras al borde del nuboso acantilado. Parecían fuertes y bien incrustadas, pero cuando menos lo esperaba, una ráfaga descontrolada de aire hacía que se precipitasen al vacío y se sumergiesen en el oscuro abismo.
Se disponía a servirse otro trago pero la botella estaba vacía.
La vida dejó de tener sentido.