Durante algunas semanas, desde este mismo partido fueron animando a sus partidarios a salir a las calles de sus respectivos barrios, cacerola en mano, para protestar contra el “Gobierno criminal”, al que además pretenden llevar a la justicia por su actuación para contener la pandemia.
En esas caceroladas se gritaba, con insistencia, la palabra “libertad”, denunciando una supuesta dictadura comunista que el Gobierno habría instaurado en el país aprovechando la crisis del coronavirus. Clamaban también contra el final del confinamiento en nombre de su libertad individual, siguiendo el ejemplo de presidentes como Trump y Bolsonaro, muy críticos contra las medidas de cuarentena por sus consecuencias económicas.
Son pocos, pero se hacen notar…
Seguramente no se esté diciendo nada nuevo para nadie. Al fin y al cabo, la difusión que han conseguido estas protestas ha sido máxima, en contraste con su número y tamaño. Pero, ¿cómo ha sido esto posible? ¿Cómo un pequeño grupo de manifestantes -10.000 a lo sumo- ha conseguido tal nivel de repercusión mediática y política? No olvidemos que, en la sesión del Congreso en que se debatía la prórroga del Estado de alarma, la cuestión de las “caceroladas” ocupó buena parte del tiempo.
Sin duda se podría decir que, en la situación que estamos viviendo, todo lo relacionado con el coronavirus adquiere relevancia casi inmediata. También se argumenta, sobre todo desde los ámbitos de la izquierda, que la connivencia de algunos medios de comunicación con estos manifestantes, así como la tendencia a magnificar todo lo ocurrido en Madrid, han sido factores clave a la hora de entender este fenómeno. Todo eso es cierto, sin duda. Pero hay algo más…
Lo que estamos viendo estas semanas podría ser el inicio de algo mucho más profundo. Algo que trasciende incluso al objetivo de esta protesta concreta y que se extendería más allá del contexto actual de pandemia. Podríamos estar ante una forma de protesta que podría ser usada a izquierda y derecha del espectro; por movimientos antigubernamentales o de adhesión al poder; por parte del movimiento feminista o por el movimiento neomachista; por el movimiento antirracista o por colectivos xenófobos e incluso neofascistas. En definitiva, por cualquiera. Esta forma de protestar no es nueva -de hecho, es probablemente la más antigua de todas-, pero había adquirido una importancia secundaria, casi marginal, en las últimas décadas.
¿Cómo son las nuevas protestas?
En el estudio de los movimientos sociales se suele hablar de “repertorio de acción” para referirse a las diferentes herramientas con las que cuenta un movimiento en su intento de captar la atención del público y del poder. Una sentada frente a un edificio público, un escrache, una huelga de hambre, la violencia callejera… Según el contexto político, la experiencia de los participantes y los recursos con los que cuente el movimiento, el abanico de posibilidades es más o menos amplio.
Por ejemplo: en la España del siglo XXI, el boicot está restringido a movimientos muy concretos y tiene un alcance más bien limitado; sin embargo, durante el franquismo, fue precisamente un boicot, el de los tranvías, el que originó la primera gran ola de protestas contra la dictadura. Y en contextos autoritarios suele ser un buen método de expresar el descontento debido a su escasa peligrosidad y difícil represión.
Actualmente, el repertorio de acción para cualquier movimiento está seriamente limitado: todo lo que suponga aglomeración o grandes desplazamientos está -o debería estar- descartado. De esto se derivan dos consecuencias directas: la primera, que el espacio virtual se convierte en el elemento central -más si cabe- de cualquier forma de expresión del descontento; la segunda, que cualquier protesta “presencial” deberá celebrarse lo más cerca posible del domicilio. Y esto es, básicamente, lo que hemos visto durante las últimas semanas, una actividad frenética en redes combinada con caceroladas desde los balcones o en el barrio.
Manifestarse después del coronavirus: ¿se mantendrá la tendencia?
Sin embargo, ¿qué ocurrirá cuando todo esto pase? ¿Volveremos a salir masivamente a las calles? ¿Volveremos a ver las “clásicas” manifestaciones que recorren a pie las principales vías de las ciudades? Puede. Pero puede también que, vistas las consecuencias de las protestas que hemos visto últimamente, las estrategias de muchos movimientos cambie. Hay varias razones para ello.
La primera tiene que ver con una cuestión de “economía” individual de los recursos. Entre salir a protestar al centro de la ciudad o hacerlo en la calle de al lado de casa, es evidente que lo más cómodo es lo segundo. A la hora de participar en la preparación de la acción, además, es mucho más probable que alguien se sienta interpelado si esta tiene lugar en un sitio que conoce bien y frecuenta a menudo que si ocurre a kilómetros de distancia. La difusión es también más sencilla, ya que puede hacerse mediante unos pocos carteles en lugares estratégicos de la zona o por el clásico “boca a boca”.
Un segundo elemento es el potencial que tienen las redes sociales para conseguir que este tipo de protestas alcance una mayor difusión. Si bien es cierto que una gran manifestación con miles de personas recorriendo una arteria principal ofrece una imagen potente, con las protestas “diseminadas” por distintos puntos de la ciudad se ofrece una dimensión territorial de la protesta que de otro modo sería imposible. Es decir, si se consigue llevar la acción a distintos focos se puede dar la sensación de que el movimiento está “por todas partes”.
Aquí el papel de las redes sociales, entonces, es clave, ya que ejercen de “pegamento” para todos esos nodos que pueden englobarse bajo un mismo hashtag o etiqueta, y ofrecer así una gran cantidad de imágenes para la galería que ofrecen al espectador una idea de transversalidad -imaginemos la cantidad de material que generaría una convocatoria frente a cada centro de salud de una Comunidad Autónoma, por ejemplo.
Hay aún una tercera razón, de carácter más abstracto, que podría explicar por qué este tipo de protesta tiene un gran potencial en el futuro. Para ello tenemos que ponerlo en relación con un cambio mucho más profundo que ha tenido lugar en nuestras sociedades en las últimas décadas: se trata del paso de la famosa ‘sociedad de masas’ a un modelo mucho más individualista, y que se expresa, entre otras cosas, en fenómenos tan diversos como la caída de las tasas de afiliación a partidos políticos y sindicatos; la extensión de la ‘clase media’; o la duración cada vez menor de los matrimonios y las relaciones de pareja.
Se trata de la extensión sin precedentes de la noción de individuo como elemento central de la sociedad, incluso de la negación de la sociedad misma, como diría una de las “profetas” de este proceso -Margaret Thatcher. Así, frente a los vínculos estables y amplios, que nos unían con una parte importante de la sociedad, cada vez tendemos a establecer relaciones mucho más “fluidas”, intermitentes, puntuales, que nos vinculan únicamente en un aspecto concreto de nuestras vidas. Es en este contexto que somos cada vez más proclives a expresarnos de manera fragmentaria, individual, parcial.
Llevando esto a un terreno mucho más concreto, podemos ver que la forma de protesta que mejor encaja en este esquema de pensamiento es aquella que se expresa de forma intermitente, diseminada en distintos nodos en lugar de concentrada en un solo punto, vinculada a nuestra realidad más inmediata (el barrio, el pueblo) en lugar de a etiquetas amplias y abstractas.
En definitiva, puede que lo que haya empezado como una simple expresión espontánea del descontento de una parte de la población nos esté dando las pistas para entender por dónde irán las protestas en un futuro. Y quizás convenga tomar nota para empezar a preparar el “día de después” que seguirá a la emergencia sanitaria. Vienen años convulsos.