Hace un par de semanas la ola de frío neoyorquina lo invadía todo, pero no llegaba hasta la cabina del pequeño y rojo helicóptero. Tras guardar todas las pertenencias en una taquilla y ponernos un salvavidas, atravesamos la pista emocionados y esperamos a que nuestro helicóptero diera el visto bueno.
El ruido era ensordecedor, apenas se podía escuchar al trabajador cuando indicaba que subiéramos al helicóptero, donde el piloto se presentó amablemente.
Este era un hombre de unos treinta años que bromeaba con sus compañeros (lanzando besos a un compañero de pista) y también con los pasajeros a los que llevaba. Antes de arrancar, comentó que era su primer vuelo y que él mismo realizaría las tareas de un guía, hablando a un micrófono que se escucharía por los casos que tapaban aquel espantoso ruido.
Un piloto, un copiloto y cinco personas atrás. Esa es la tripulación que se embarcaba en esa aventura.
El despegue fue impresionante, sin apenas darte cuenta el helicóptero se separaba del suelo por cincuenta metros de altura y la tripulación exhibía una sonrisa en la cara de par en par, emocionada como unos niños con unos juguetes nuevos.
Manhattan en sí es impresionante. Los edificios algunas veces parece que no tienen fin, que se escabullen entre las nubes y llegan hasta el cielo. Verlos desde ese mismo cielo te hacía temblar. Metros y metros de altura parecían normales, que hacen que te sientas insignificante y a la vez el rey del mundo.
“Esto es la Estatua de la Libertad, donada por Francia en el siglo XIX…” iba contando el piloto mientras los demás mirábamos anonadados. Parecía tan pequeña… Y a la vez tan grande. Si te fijabas bien, podías admirar el azul apagado de la estatua, ya deteriorada con los años y el amarillo fuego de la antorcha, que parecía que lucía incansablemente a pesar de su paso del tiempo.
Las personitas movían las manos efusivamente, o eso parecía, porque apenas se les dedicaba tiempo, había muchas más cosas que admirar.
El puente de Brooklyn te traía a la memoria numerosas películas en las que los protagonistas lo atravesaban a toda velocidad montados en sus bicicletas, cosa que también ocurría ahora por un pequeño carril ciclista.
Más al norte, comenzaban los edificios. El One World Observatory, era el más alto y el más impresionante, haciendo que todos los demás edificios parecieran sus hijos. Tanto a la ida como a la vuelta, se notaba su majestuosidad y el propio edificio te inspiraba respeto. Justo a su lado había un pequeño vacío, que nos traía a la mente uno de los días más terribles para Estados Unidos y el mundo entero, el 11-S.
Todo Estados Unidos se quedó petrificado aquel día. Nunca había pasado nada igual y ahora comenzaba una nueva época, la del miedo, explicaba uno de los miembros de esa pequeña tripulación que se había formado.
El silencio se hizo hasta que llegó el turno del Empire State Bulding, conocido también por “ser donde se sube King Kong” comentó entre risas el piloto. “Por mucho que se crea, no es el más alto ni el mejor, simplemente el más conocido”.
En el piso 86 del edificio había gente contemplando las vistas y también saludaron, esta vez un poco más grandes que las hormiguitas anteriores, pero seguían siendo pequeños.
La ciudad que nunca duerme estaba ahí, bajo mis pies a más de doscientos metros de altura y sentía que nunca se podría abarcar todo. Entre los grandes edificios que cortaban las nueves, había pequeños que poseían encanto e historia.
Las calles eran largas y estrechas, mucho más desde aquella vista y daban una visión de una ciudad dividida con precisión milimétrica. El río era inmenso y los puentes que unían las islas divididas eran kilométricos.
Todos los edificios eran distintos y destacaban por ser altos, por su forma, por lo que habitaba en él… Cada uno tenía una peculiaridad.
El Madison Square Garden se contradecía a sí mismo por ser un círculo inmenso, las grandes pistas de béisbol parecían castillos de arena desde la altura y los graffitis del suelo apenas se alcanzaban a ver.
La ciudad en sí inspiraba respeto y confianza. Sus gentes, probablemente aún más. Era una ciudad buena, que ofrecía a los turistas aquellas maravillosas vistas y les dejaba formar parte de ellas. Su pulmón era Central Park, un paraje impresionante lleno de verde, lagos, gente… Kilómetros de parque (que desde lejos parecía un bosque) en el centro de la ciudad resaltaban sobre los altos edificios, muchas veces apiñados en escasos metros. Un paraje tranquilo chocaba contra la histeria de una ciudad, se podría apreciar desde el cielo.