DE CUANDO CERRAMOS LA PUERTA DESDE FUERA (HABIENDO REUNIDO EL VALOR PARA ABRIRLA Y SALIR)
Tras la última mudanza que he llevado a cabo, han venido a mí sensaciones perdidas; bastante parecidas a las de un niño que abre papel de regalo o acaba de descubrir ante él la ciudad perdida, aunque para el común de los mortales sea una piscina de bolas. Esas sensaciones tienen en común un significado: nuevas oportunidades. A lo largo de mis mudanzas (superando la decena) iba perdiendo la esperanza con cada nuevo lugar que se descubría tras el paisaje de campo y montaña eterno que tenían en común las dos castillas. Lo que al principio era un sitio nuevo se convirtió en un sitio más. Hasta la estabilidad que pude obtener hace pocos años, cada día se contaba como una gota de agua en un reloj de arena: esto se debía a que cada día conllevaba burocracia, llamadas telefónicas, técnicos y la desaparición de «amigos» al pronunciar mi madre la palabra «dinero». El ordenador suponía supervivencia, cuya luz de la pantalla nos iluminaba de sol a sol, siendo adorado como un dios. Con la antepenúltima y más dolorosa de mis mudanzas (a pesar de significar el paso de un barrio a otro del mismo municipio) aprendí de mi madre una lección con un gesto: borrar los contactos de aquella lista interminable de amigos entrecomillados. Fue en los meses posteriores cuando apareció una mano amiga que no necesitaba llevar velo para que le diesen ayudas. Esto último supongo que será entendido por aquellos que hayan intentado o visto a sus padres pedir becas o ayudas (no trato de ofender a ningún sector). Gracias a la mano amiga llevamos a cabo una mudanza que supuso una oportunidad de ser independientes. Al principio representó incertidumbre, seguida de miedo. Yo conocí personas de todos los sabores: amargas, dulces, etc.
Siempre he querido ir un paso por delante de mi edad real, evitando así los malos momentos, que son imparables y sorprendentes. Así sólo conseguí llevarme las mismas bofetadas que los demás, pero más tarde. He tenido que leer –y digo leer porque ahora afrontamos los problemas por mensajes- a personas que decían y escribían «siempre» decir y escribir «nunca», ver como pasaban del querer al odiar con motivos que nunca llegué a pensar que podía provocar. Curioso que odiara cerrar puertas y me arrepintiese de no haberlo hecho en esos momentos. Amistades se convirtieron en enemistades y viceversa. Tras unas puertas cerradas, otras se abrieron para descubrirme la vida que no había querido ver porque la puerta que no quería cerrar me la tapaba. Los días volvieron a ser como gotas de agua en relojes de arena deseando cerrar puertas que contenían recuerdos que sólo yo veía y mentiras transformadas en personas. Tras cerrar la última puerta ( por deseo y obligación) y abrir otra, me sentí salvado, aliviado y con esperanzas de cambio. Curioso que la última mudanza me haga sentir como las primeras.
Con este relato quiero animar a aquellas personas que deben, aspiran o dudan si tomar ciertas decisiones a que las tomen tras pensar primero en su bienestar y en sus seres queridos, pero nunca anteponiendo la aprobación de una persona que no se sepa si le suponéis algo importante en su vida o un trabajo o proyecto cuyo destino lleve siendo incierto cierto tiempo. A veces uno no puede solucionar problemas ni por su cuenta ni por cuenta ajena y debe dejarle la solución al tiempo. Las redes sociales y los terceros suponen grandes fuentes de malentendidos, ya que un mal día puede ser entendido por otra persona como una declaración de guerra. Antes de suponer es mejor preguntar, demostrar y luego actuar con ello hecho. Sed sensatos con lo que deseáis y lo que hacéis, de otra forma os arrepentiréis. Una puerta debe cerrarse o abrirse, pero nunca quedarse medio abierta o con las llaves puestas, pues no nos permitirá avanzar.