Ningún conflicto desde la segunda guerra mundial ha sido más sangriento, sin embargo pocos han sido tan completamente ignorados. Se estima que la guerra en Congo entre 1998 y 2003 cobró la vida de hasta 5 millones de personas, nunca sabremos con exactitud porque nadie se molestó en contar los muertos. Y a pesar de haber fallecido más gente que en Vietnam, Corea, Irak o Siria, prácticamente nadie sabe el por qué del conflicto ni quiénes estaban involucrados; lo que resulta una tragedia, porque la Gran Guerra de África podría estar a punto de volver.
Por su ubicación geográfica en el corazón de África Subsahariana, la Republica Democrática del Congo (RDC) podría servir como puente entre Norte, Sur, Este y Oeste, dando energía a la región gracias a sus grandes ríos y sirviendo al mercado global de cobre, cobalto, zinc, aluminio, diamantes, oro, y más. Pero a pesar de tener 4 veces el tamaño de Francia, Congo cuenta con menos caminos asfaltados que Luxemburgo, para una población estimada de 80 millones (Nadie sabe con certeza, ya que el último censo se realizó en 1986). El prolongado conflicto ha impedido al Congo explotar su potencial, y su gente vive todavía en una miseria sin aparente escapatoria.
Para entender el conflicto de la RDC tenemos que remontarnos al Reparto de África. Luego de la Conferencia de Berlín en 1885, cuando los imperios europeos dividieron África para su explotación, el Congo paso a las manos del Rey Leopoldo II de Bélgica, no como colonia del estado, sino como propiedad privada del monarca. Durante casi 25 años, los agentes de Leopoldo II explotaron de manera sistemática e indiscriminada a la población indígena a través de un régimen de terror, en las que la mutilación y el asesinato en masa se volvió cotidiano; se estiman entre 5 y 10 millones de muertes.
Por la presión internacional generada a partir de este ‘holocausto olvidado’, el Congo pasó a las manos del Reino de Bélgica. Pero aunque la situación mejoró sustancialmente (se terminó con la mutilación y el asesinato indiscriminado), la administración se mantuvo como un colonialismo de corte paternalista, en donde la enseñanza brindada a los nativos era principalmente religiosa y vocacional. Para el momento de la independencia en 1960, pocos en el Congo contaban con más que una educación básica, ni hablar del conocimiento para manejar una economía o un país.
La primera República del Congo resultó un absoluto fracaso, y durante 5 años el poder pasó de manos de unos a otros, mientras que el caos reinaba en las calles. Para 1965, el general Mobutu había amasado suficiente apoyo para hacerse con el poder a través de un golpe militar. Mobutu cambió el nombre del Congo a Zaire, así como de varias ciudades con nombres coloniales a través de lo que pasó a conocerse como Zairinización (Léopoldville pasó a ser Kinsasa, Stanleyville a Kisangani, etc.). Esta reivindicación de su historia y cultura, junto con la inmensa inversión en obras públicas, hizo creer que Mobutu protegería los intereses de su gente, pero rápidamente él y sus subordinados pasaron a saquear al Congo hasta sus cimientos durante más de 30 años. Pero dejando un estado tan frágil, cuando llegó un choque externo, todo se derrumbó.
El choque fue el genocidio de Ruanda de 1994. Los autores del homicidio, derrotados en casa, huyeron hacia el Congo. Mobutu le dio asilo a los génocidaires, así que Ruanda invadió a su vecino para eliminarlos. Atravesaron, sin encontrar resistencia (ya que nadie quería morir por Mobutu), 1600km de selva hasta la capital, derrocaron al general y lo reemplazaron por un aliado local, Laurent Kabila. Este cambió el nombre de nuevo al actual República Democrática del Congo y todos vivieron felices para siempre… O al menos así debería haber sido; fuera al dictador que saqueó al estado hasta los huesos y bienvenida la nueva República Democrática que hace honor a su nombre.
Laurent Kabila resultó igual de inepto, ineficaz y corrupto que Mobutu. No tardó en cambiar de bando y armar a los genocidas, lo que derivó en la segunda invasión de Ruanda, la cual por poco termina en su derrocamiento, si no hubiese sido por la rápida ayuda de Angola y Zimbabue. De un día para otro ocho naciones y docenas de grupos armados estaban involucrados en el conflicto, atraídos por las vastas riquezas minerales de la RDC. Señores de la guerra alimentaron brechas étnicas, armando a jóvenes para defender sus tribus (y saquear la de al lado), porque el estado no podía proteger a nadie. Las violaciones y los asesinatos se expandieron como incendios forestales. Por 5 años, el país se convirtió en un auténtico infierno.
Para 2003, cansados de pelear y bajo presión de la ONU, los bandos llegaron a un cese al fuego. La misión de paz mas grande del mundo, MONUSCO, llegó para establecer el orden. El hijo de Kabila, Joseph, gobierna desde que su padre murió asesinado en 2001, en medio de la guerra. Pero la historia no ha cambiado, como sus predecesores, Joseph Kabila ha presidido una cleptocracia por la que pocos congoleses levantarían un dedo, mucho menos un rifle, por defender. Joseph ha fallado en crear un estado que no amenace a su gente, y a pesar de las enormes donaciones e inversiones extranjeras, la situación continúa igual.
Joseph Kabila fue electo en 2011 para su último mandato de 5 años, el cual todavía no ha soltado. Su popularidad es patética, apenas 10% de la población le apoya. En la capital todavía puede dispersar manifestantes soltando a su guardia personal, la cual no duda en abrir fuego y dejar varios muertos, pero en 10 de 26 provincias ya hay conflictos armados. Más de 4 millones de congoleses siguen refugiados.
Cuatro factores alimentaron la gran guerra del Congo: Un choque externo, un estado demasiado podrido para mantener al Congo unido, extensas reservas de minerales para financiar (y atraer) más conflicto, y una maraña de agravios étnicos y tribales. Por ahora, solo falta la primera. Joseph Kabila debe convocar elecciones antes de que sea demasiado tarde, y debe haber un esfuerzo regional para impedir que la violencia vuelva sin control, y garantizar la paz para los congoleses. Todavía no es tarde para detener una catástrofe.