Dolor, pérdida y odio. Estas son las tres palabras con las que se podría describir el Campo de Concentración de Auschwitz, el mayor campo de concentración y de exterminio nazi.
El odio sin motivo fue causante de la mayor tragedia del siglo XX, el asesinato de millones de personas, concretamente en este campo de 1.100.000 personas. Dichas cifras nos hacen temblar, nos hielan los huesos y nos entristecen. Hacen que nos avergoncemos de la especie humana, de que puedan crecer tales sentimientos de antisemitismo y de odio casi genérico en determinadas mentes y que estas las propaguen como la pólvora.
Escuchar los testimonios de los supervivientes te petrifica. El primer paso era la incertidumbre. Te arrestaban y te mandaban en un tren atestado de gente (unas 600) a un campo de trabajo, donde trabajarías hasta expiar tus crímenes (que iban desde ser de una minoría étnica como los judíos hasta ser homosexual o de otro partido político).
Después allí te examinaban y decidías si eras “apto” para el trabajo o deberían acabar contigo. Los barones de más de dieciséis años y las jóvenes sin hijos podrían tener la suerte de vivir forzosamente, mientras que los niños (que no eran el problema, sino lo era su sangre según la SS), las mujeres con hijos y los ancianos debían ser “desinfectados” en las cámaras de gas donde morían en cuestión de minutos.
Que te considerasen apto para trabajar tampoco era ningún regalo. Las extremas condiciones de vida hacían que la esperanza de vida de las 400.000 personas registradas en los campos no superara las pocas semanas. Los reclusos perdían su nombre, se lo borraban de la mente mediante una aguja en la cual la cambiaban por una serie de números.
Así era la vida en el campo. Te despojaban de tu historia, te robaban quien eras y te hacían ser una máquina, que posiblemente fallase a los pocos días.
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