El incesante tedio de la clase vespertina despertó en su interior un devastador sentimiento de rabia.
Contemplaba con resignación los rostros pálidos y putrefactos de la gente que le rodeaba. Las conversaciones de unos se entrecruzaban en su mente, mientras la profesora hacía un esfuerzo sobrehumano con el objetivo de que su voz resonase en aquel desangelado clima de estudio. Otros, con la cabeza agachada, miraban ensimismados la pantalla de sus teléfonos móviles. La despreocupación y el vacío que inundaban el ambiente le irritaban en exceso; buscaba complicidad y abstracción a base de papel y lápiz, su prioridad era desentenderse de su entorno por completo y se negaba a participar en esa atmósfera cargada de tintes grotescos.
Sus pensamientos le transportaban, por un instante, a su pequeño paraíso del sur postrado a los pies del imponente acantilado y abrazado por una preciosa e interminable playa, que sucumbía ante la bruma nocturna y el desasosiego en las noches de invierno, pero se mostraba alegre y compasiva en los soleados días de verano; de la misma forma que la «Plaza de Abastos», abarrotada en las mañanas del mes de mayo, en vísperas de la Feria del Atún. En aquel ambiente pueblerino, donde la alegría y el salero destacaban por encima de todo, solía frecuentar la tienda de Gázquez; que rozaba automáticamente dicha Plaza. Allí trabajaba su madre, entre telas y nubes de polvo y algodón.
Por el contrario, en los días grises, lluviosos y taciturnos, la Plaza se mostraba estremecedora y melancólica. Cuánto daría por vivir a diario esa sensación, tanto en días de júbilo como en los de amargura, sobre todo los segundos, donde no tenía la necesidad de ir esquivando a la muchedumbre y podía sentir la soledad abrazándole en cada palmo de terreno.
Próxima a la playa en la que desembocaba el río, se encontraba la Chanca; bendita Chanca. Los fieles a la misma asistían solemnemente a su cita diaria con el frenesí que provocaban una noche estival, un altavoz repleto de canciones y un descontrolado mar de cerveza que se fundía entre olas en el estuario del río.
Saliendo del templo al que llamaban Chanca, subiendo la avenida Cabo Diego Pérez, se podía sentir el olor a asfalto mojado en la calle Agustín Varo, que se mezclaba involuntariamente con el sabroso aroma a cazón en adobo que salía de la casa más cercana a la cuesta del “cojo Soler”, fiel testigo de paseos interminables de madrugada por el Casco Antiguo, cogido de la mano de su amada y viviendo momentos de los cuales sólo sus estrechas e impracticables calles fueron cómplices incondicionales.
Circulando en sentido contrario y siguiendo el ritmo de los aromas, los caracoles en la tasca de Frasquito contrastaban de forma inverosímil con el olor a pollos asados de la avenida Ruiz de Alda, creando un espacio inmejorable para cualquier persona con buen gusto culinario.
La memoria le hacía recordar tardes lejanas del 2004. Tardes llenas de partidas al FIFA: Polideportivo Ejido contra Real Madrid, Cádiz contra Manchester United… Tardes de lluvia, arropados por numerosos eucaliptos, él y su padre le daban patadas al balón, despreocupados, impregnados por el aura indescriptible que transmitía aquella fachada blanca y verde que daba acceso al Municipal de Deportes, estadio del glorioso Barbate Club de Fútbol.
Padre e hijo, encandilados por el mar embravecido y la sintonía del cassette “The Wall” de Pink Floyd abrumando un Renault Mégane con el techo dominado por el salitre, recorrían la “Segunda Punta” bajo la armonía del gozo después de una tarde futbolera, a la par que extenuante, y una buena ducha. Aquel momento les marcaría de por vida.
Subiendo la prominente cuesta de la avenida del Carmen, saliendo de la “Segunda Punta”, sobresalía la calle Madrid. Allí se encontraba la casa de su abuela. Desde un segundo piso, podía otearse el tono azul y cristalino del mar, acompañado del verde de los pinos y el cemento grisáceo y agrietado de las paredes del colegio de su infancia. En ese lugar solía pasar las horas muertas jugando al “Mánager de Liga” mientras su tío, que en paz descanse, preparaba el habitual puchero casero. Le encantaba ver el tiempo pasar hasta que el atardecer se hacía notar desde aquella ventana privilegiada.
Antes de estar consumido por el vicio y la desidia, solía disfrutar de cada esencia, cada momento, cada pizza del Callejón, cada paseo… Ahora ya no queda nada; ni compañía por calles solitarias, ni besos, ni desencuentros, ni caminatas nocturnas desde la Chanca hasta su casa.
Escribe solitario y triste desde el aula, cerca de algún séptimo piso de la capital, donde le consume la nostalgia y el recuerdo de su tierra abrumándole cada instante de su vida.